29.6.09

Bajé las escaleras lentamente, peldaño a peldaño, pues a duras penas era capaz de cargar con la pesada maleta (cuanto maldecía aquel octavo sin ascensor!). Finalmente y casi sin aire llegué al último tramo, por el que descendí más lento, si cabe. Me dirigí a la puerta de salida, no sin antes observar por última vez aquellos enormes buzones de color beige. Allí figuraba aún mi nombre, que, recordé, escribí con rotulador tres años atrás. Esas mayúsculas negras me resultaban ahora prácticamente ajenas y lejanas a mí, pertenecían a otro alguien, a otras circunstancias, a otra vida, pues demasiado habían cambiado las cosas desde entonces cómo para poder considerar que yo era la misma persona.
Abandoné las llaves bajo el felpudo de la puerta de la portería, según lo acordado un par de días antes, pero no sin antes guardar en mi bolsillo trasero del pantalón ése llavero con forma de lágrima que me regalaron durante mi último cumpleaños, desde entonces no me había separado de él ni un segundo.
Bien, era hora de huir y de alejarme de ése lugar de una vez. Aspiré todo el aire que mis pulmones eran capaces de albergar y abrí la puerta que me separaba del mundo. En un abrir y cerrar de ojos ésta se cerró ruidosamente detrás de mí y me encontré en la calle. Todo vacío, absolutamente vacío, lo que me hizo alegrarme una vez más de haber escogido el horario nocturno para efectuar mi salida. Nadie podría verme, y lo más importante, no podría ver a nadie, todo saldría tal y cómo había previsto. Me disponía a alejarme de allí lo más rápido posible. Serían unas largas vacaciones de durada indefinida, quizás perpetua, quien sabe. Sin duda alguna en aquel momento yo misma era la menos indicada para predecir mi futuro, del todo incierto, pero al fin y al cabo eso era lo que había deseado desde meses atrás. Azar, jugar con el azar, era exactamente lo que quería y lo que me disponía a hacer, era el momento y estaba segura de ello. Con el tiempo, ése pequeño piso de dos habitaciones y paredes amarillentas llegó a hacerme sentir una mezcla de tristeza y repugnancia indescriptibles que me habrían sepultado a no ser que no hubiese hecho de lo que a continuación me disponía a realizar. Abandonar? Quizá aunque, la verdad, nunca me ha gustado ésa palabra, inevitablemente me hacía sentir vulnerable pues la unía a "fracaso", algo que siempre había temido y a su vez rechazado.
Es posible que en realidad no fuese del todo conciente de mis actos, pero bien, fuese lo que fuese lo que estaba haciendo, allí estaba ahora, con la puerta vidriada de madera a mis espaldas ante una calle silenciosa, oscura y vacía que parecía llamarme a medias voces una y otra vez, pidiéndome que me quedase y que le diera otra oportunidad.
En un arrebato de decisión, me dispuse a andar, pero por un fragmento de segundo mis piernas parecieron doblarse para seguidamente no responder a mis órdenes y más tarde hacerme tambalear levemente hasta que logré, por fin, dar el primer paso.
Con la luz de las farolas amarillentas y sus oscuras y alargadas sombras, las paredes, puertas y ventanas de la calle adquirían ahora cierta belleza melancólica que nunca antes fui capaz de apreciar, quizá era el espíritu adormecido de la misma calle el que me recordaba mis miedos y el que me advertía de lo que podría suponer mi viaje. Sin embargo, el freso y húmedo aire nocturno parecía querer llevarse consigo la combinación de frustración y nerviosismo, que desde el momento de la toma de mi decisión invadió mi conciencia. Tales pensamientos, la verdad, tardaron bastante más en disuadirse de lo que creí de buen principio.
Llegué a la bifurcación de la calle y a paso ligero, llevando conmigo la enorme maleta con ruedas que rompía desagradablemente el silencio de la noche, me dirigí hasta mi parada.
Apenas cinco minutos más tarde me encontraba enfrente del autobús que me llevaría hasta el aeropuerto.