28.7.09


No se trataba de una noche clara, las voluminosas nubes que se desplazaban rápidamente sobre mi cabeza, apenas permitían entrever un par de las más brillantes estrellas de la bóveda celeste.
La ventisca era suave y fresca, pero no lo suficiente cómo para lograr olvidar que se trataba de otra de las largas noches de verano. Una vez más, todo parecía ocurrir en verano. Con el transcurso de mis días, la verdad, había llegado a odiar aquella calurosa e implacable estación que siempre dejaba multitud de huellas a su paso, marchitando hasta la más verde y tierna hoja del árbol más fuerte y vigoroso.
Observé el cielo otra vez, las nubes, rojizas por la contaminación lumínica de las calles de la cuidad parecían dibujar fantasmas y demonios que me observaban sonrientes y sedientos de almas cándidas con las que saciar su apetito insaciable y voraz. Monstruos gigantescos, grotescos, que parecían formar parte de la más surrealista de las pesadillas.
Pero no me disgustaba observar aquella escena, me agradaba todo aquello, aquella sensación. Aquellos personajes imaginarios ya no me resultaban amenazadores, pues eran parte de mí, de mis madrugadas de insomnio en la ventana trasera del antiguo edificio del enorme pórtico trabajado en madera y bronce.
El paisaje me ceñía a mil y una emociones y me desplazaba a cientos de lugares que en mi vida he visitado ni visitaré. Me encantaba aquel lugar y lo que me hacía sentir durante aquellas madrugadas veraniegas, era algo realmente confortable y familiar, íntimo y a la vez solitario, abandonado. Sólo allí era capaz de alejarme (o al menos intentarlo) de todo aquello que, una y otra vez, alba tras alba y hasta el ocaso, me acechaba.
De repente hubo una ráfaga de aire acompañada del crepúsculo matutino que se interpuso entre mis pensamientos, y entonces, frío.